El estilo gótico en las iglesias y catedrales
Muy interesante lo que cuenta José Luis Corral sobre la historia de esta arquitectura, que se elevaba al cielo buscando a Dios y hacia entrar su luz en sus naves.
Es decir, que el estilo gótico probablemente no hubiera existido sin la cosmología platónica que se estudiaba en Chartres en el siglo XII ni la espiritualidad que se concretó en monasterios como el de Claraval, tal y como reseñó hace más de medio siglo Otto von Simson.
Como espacio monumental y trascendente, la catedral gótica fue un lugar propicio para el desarrollo de la música y el canto. Las ceremonias religiosas se adornaron con música polifónica acompañada de instrumentos cada vez más variados y complejos.
Catedral de Colonia, Alemania |
Mientras se desarrollaba la catedral gótica, a mediados del siglo XII lo hacía también la música polifónica, muy apropiada para cantarse bajo las rotundas bóvedas ojivales. El canto gregoriano se adaptaba perfectamente al ambiente cerrado y severo de los monasterios de los siglos X y XI, pero la cultura urbana de los siglos XII y XIII necesitaba otro tipo de música para ser interpretada y cantada en las catedrales góticas. Así fue como surgió una música nueva, más brillante y variada, que alcanzó su máxima expresión en la capilla de música de Nuestra Señora de París entre los siglos XII y XIV en la llamada Nova cantica, de la que el compositor Perotin fue el máximo exponente. En esa misma línea, todas las catedrales dispusieron en la Edad Media de su propia capilla de música.
La época del origen del gótico fue un tiempo luminoso en el que creció la población, se desarrollaron las ciudades, se reactivaron el comercio y la industria artesanal, se fundaron universidades y escuelas y algunos intelectuales creyeron que una «edad de oro» era posible.
Este periodo de la historia europea es el que corresponde a la época de las Cruzadas, una iniciativa de la cristiandad para lograr recuperar los Santos Lugares, pero también un esfuerzo por abrirse a nuevos mundos y a nuevos mercados. Y es, además, la época en la que comenzaron a dibujarse los rasgos fundamentales de lo que más tarde serán los nuevos Estados europeos y las monarquías feudales, que acabarán definiendo una sociedad y un concepto del territorio y de la nación que, pese a las notables modificaciones seculares, se han mantenido hasta comienzos del siglo XXI.
Entre los siglos XII y XIII, los Estados cristianos de la península Ibérica acabaron imponiéndose sobre el islam andalusí, el reino de Francia logró encontrar el camino hacia la vertebración y la futura unidad territorial que andaba buscando desde los tiempos de los herederos de Carlomagno, Inglaterra se consolidó gracias a la continuidad de la dinastía instaurada por Guillermo I el Conquistador, el Sacro Imperio romano germánico se asentó en Europa central y las repúblicas italianas crearon las bases de su desarrollo económico y político. Además, la Iglesia, tras la reforma del papa Gregorio VII (1073-1085), recuperó la autoridad espiritual y terrenal que había perdido tras las crisis, cismas y escándalos que la habían azotado en siglos anteriores.
Europa emergió de varios siglos de decadencia, invasiones, inestabilidad política, miedos atávicos y carencias de todo tipo. Los europeos vivieron a partir de entonces una época de expansión y desarrollo desconocidos desde la época del emperador romano Marco Aurelio (161-180), y fueron capaces de sentar las bases para una sociedad nueva en la que había pan para todos y se disfrutaba de una manera más alegre de entender la vida.
Tal vez sólo lo parezca y mi visión de esta época esté deformada por la magnitud de las catedrales góticas y por el contenido en libertades de los fueros y cartas pueblas de los siglos XII y XIII, pero me da la impresión de que aquél fue un tiempo en el que se podía sentir en las calles de muchas ciudades de Europa un aire fresco en el rostro y una cierta sensación de libertad en un momento en el que nadie en las florecientes ciudades preguntaba quién eras, qué hacías ni de dónde venías.
La nueva arquitectura gótica que estaba a punto de aparecer en la primera
mitad del siglo XII supuso una verdadera revolución en la arquitectura, gracias
al descubrimiento de innovaciones técnicas, desconocidas hasta entonces, que
cambiaron los conceptos de la construcción y la manera de concebir los grandes
espacios cubiertos.
El Duomo de Milán |
Tal vez fuera el propio maestro de obras que hacia 1130 dirigía la
fábrica románica de la abadía de Saint-Denis, o quizás alguien que llegó de
quién sabe qué lugar para responder a las demandas de Suger; pero, sin duda, se
trataba de un constructor (maçon en
francés) genial que supo dar con la respuesta precisa al reto lanzado por el
abad: construir una iglesia donde los muros no fueran de opaca piedra, sino de
transparente luz.
La solución que ese arquitecto anónimo presentó al abad revolucionó la
historia de la arquitectura y la cambió durante siglos. El nuevo estilo se
basaba en el uso del arco de doble centro, el ojival, gracias al cual el empuje
que ejercen las bóvedas se desvía hacia arriba y hacia afuera del edificio.
Este tipo de arco ya había sido desarrollado por arquitectos germanos a finales
del siglo XI, aunque con poco éxito, pero utilizado con el apoyo de
contrafuertes que lo mantuvieran en pie se podían elevar las bóvedas de las
iglesias hasta alturas imponentes y, sobre todo, abrir casi por completo los
muros de piedra, al cubrir el espacio con bóvedas de crucería, que ya no
necesitaban de gruesos muros para sustentarlas, sino de estilizados pilares o
columnas.
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