LE
CORBUSIER
“El Camino de los Asnos: El Camino de los
Hombres”
El hombre
camina derecho porque tiene un objetivo; sabe a dónde va, ha decidido ir a
determinado sitio y camina derecho.
El asno zigzaguea, pierde el tiempo un poco, sesera esmirriada y distraída;
zigzaguea para evitar los cascotes, para esquivar la pendiente, para buscar la
sombra; se preocupa lo menos posible.
El hombre rige
sus sentimientos con la razón; reprime sus sentimientos y sus instintos en pos
del objetivo que tiene. Gobierna a la bestia con su inteligencia. Su
inteligencia erige normas que son efecto de la experiencia. La experiencia nace
del trabajo; el hombre trabaja para no perecer. Para producir hay que tener una
línea de conducta; hay que obedecer las reglas de la experiencia.
Hay que
pensar por anticipado en el resultado.
El burro no piensa en nada, en nada más que en dar vueltas.
El asno ha trazado todas las ciudades del continente, incluso París,
desgraciadamente.
En las
tierras que las nuevas poblaciones invadían poco a poco, la carreta pasaba así,
a contento de las prominencias y de los huecos, de los guijarros o de la turba;
un arroyo era un gran obstáculo. En el cruce de las rutas, al borde del agua,
se construyeron las primeras chozas, las primeras casas, los primeros poblados;
las casas se alinearon a lo largo de las rutas, a lo largo del camino de los
asnos. Se puso alrededor un muro fortificado y un ayuntamiento en el interior.
Se legisló, trabajó, vivió y respetó el camino de los asnos. Cinco siglos más
tarde se construyó un segundo cerco de murallas más grande, y cinco siglos
después un tercero, más grande aún. Por donde entraba el camino de los asnos,
se hicieron las puertas de la ciudad y se puso a empleados de registro. El
poblado es una gran capital. París, Roma, Estambul están construidas sobre el
camino de los asnos.
Las capitales
no tienen arterias, sólo tienen capilares; el crecimiento señala su enfermedad
o su muerte. Para sobrevivirse, su existencia está desde hace largo tiempo
entre las manos de los cirujanos que acuchillan sin cesar.
Los romanos
eran grandes legisladores, grandes colonizadores, grandes administradores.
Cuando llegaban a algún sitio, a la encrucijada de los caminos, al borde del
río, tomaban la escuadra y trazaban la ciudad rectilínea, para que fuera clara
y ordenada, fácil de vigilar y de asear, para que fuera fácil de orientarse en
ella, para que se la recorriera cómodamente: la ciudad de trabajo (la del
Imperio) como la ciudad de placer (Pompeya). La recta convenía a su dignidad de
romanos.
En su casa
propia, en Roma, los ojos vueltos hacia el Imperio, se dejaron sofocar por el
camino de los asnos. ¡Ironía! Los ríos, entonces, se iban, lejos del caos de la
ciudad, a construir las grandes villas ordenadas (villa Adriana).
Fueron, con Luis XIV, los únicos grandes urbanistas de Occidente.
La Edad
Media, asustada por el año 1000, aceptó la imposición del asno y largas
generaciones la sufrieron después. Luis XIV, después de haber intentado limpiar
el Louvre (la Columnata), disgustado, tomó drásticas medidas: Versalles, ciudad
y castillo fabricados de pies a cabeza, rectilíneos y ordenados, y el
Observatorio, los Inválidos y la Explanada, las Tullerías y los Campos Elíseos,
lejos del caos, fuera de la ciudad, en orden y rectilíneos.
La sofocación
estaba superada. Todo prosiguió magistralmente: el Campo de Marte, la
"Etoile", la avenida de Neuilly, de Vincennes, de Fontainebleau, etc.
Generaciones vivirían allí.
Pero, muy
suavemente, por cansancio, debilidad y anarquía, por el sistema de las
responsabilidades "democráticas", recomienza la sofocación.
Más aún: se
la desea; se la realiza en virtud de las leyes de la belleza. Se acaba de crear
la religión del camino de los asnos.
El movimiento
partió de Alemania como consecuencia de una obra de Camillo Sitte sobre el
urbanismo, obra llena de arbitrariedad: glorificación de la línea curva y
demostración especiosa de sus bellezas incomparables. De ello daban prueba
todas las ciudades de la Edad Media; el autor confundía el pintoresquismo
pictórico con las reglas de vitalidad de una ciudad. Alemania ha construido
recientemente grandes barrios de ciudad basándose en esta estética
(porque de estética se trataba, únicamente).
Equivocación
espantosa y paradójica en los días del automóvil. "Tanto mejor, me decía
un edil –uno de esos que dirigen la elaboración del plan de extensión de París-
¡los autos no podrán circular más!".
Ahora bien,
una ciudad moderna vive de la recta, prácticamente: construcción de inmuebles,
de desagües, de canalizaciones, de calles, de veredas, etc. La circulación
exige la recta. La recta también es saludable para el alma de las ciudades. La
curva es ruinosa, difícil y peligrosa: paraliza.
La recta está
en toda la historia humana, en toda intención humana, en todo acto humano.
Hay que tener la valentía de contemplar con admiración las ciudades rectilíneas
de América. Si el esteta hasta ahora se ha abstenido, el moralista, en cambio,
puede demorarse más tiempo de lo que parece a primera vista.
La calle curva es el camino de los asnos, la calle recta es el camino de los
hombres.
La calle
curva es consecuencia de la arbitrariedad, del desgano, de la blandura, de la
falta de contracción de la animalidad.
La recta es
una reacción, una acción, una actuación, el efecto de un dominio sobre sí
mismo. Es sana y noble.
Una ciudad es un centro de vida y de trabajo intensos.
Un pueblo,
una sociedad, una ciudad despreocupados, que se dejan llevar por la blandura y
pierden la contracción, pronto quedan disipados, vencidos, absorbidos por un
pueblo, una sociedad que actúan y se controlan. Así es como mueren las ciudades
y cambian las hegemonías.
Texto
publicado en el libro La Ciudad del Futuro / Ed. Infinito, Buenos Aires/1962
(Bib. de Planeamiento y Vivienda, Vol.6)